lunes, 22 de agosto de 2011

LA AUTORIDAD DE LA PALABRA Y LA PALABRA DE LA AUTORIDAD.
El Cuerpo y el Parasitismo del Otro.


            Trataremos de mostrar, gracias a la coerción necesaria a la que cualquier ponencia debe someterse al aceptar tomar la palabra (por ejemplo, la coerción del tiempo) que la relación del psicoanalista con la Autoridad, en este caso la que le conferimos a estas Jornadas, reproduce al menos un aspecto de nuestra práctica cotidiana y es que se nos supone alguna autoridad sobre el objeto de nuestra conversación.
            Aquí como allá, el psicoanalista, para serlo, debe aceptar tan incómodo lugar para poder declinarlo en la medida que logre devolverle autoridad a la palabra. Con lo que justifico inicialmente la primera parte de lo que anuncia mi título. Me disculparán, si al paso, introduzco una disgresión necesaria. Necesaria dado que al no poder hacer silencio a la espera de la palabra, mi posición pasa a ser la del analizante, siendo la disgresión el equivalente imperfecto de la asociación libre. Y es que diga lo que diga, mi mensaje esta dirigido al Otro que me concierne, que ya no son estas Jornadas, sino a través de ellas, es al psicoanálisis como lugar cuya ley da sentido a mi existencia al que me dirijo. Quizás adviertan que parafraseo a Freud solo que si acentúo la palabra sentido y le devuelvo su autoridad, le quito el patetismo inevitable que la sordera repetitiva le dio a la famosa frase de Freud: “Mi vida sólo tiene sentido en relación al psicoanálisis.” Noten que se reproducen así las vicisitudes del surgimiento, puntual y evanescente, del sujeto. De donde lo que llamamos movimiento psicoanalítico no es más que el cuerpo que adquieren las acciones que estas vicisitudes producen. Cuerpo también traumatizado y demasiadas veces convertido en museo o mausoleo de sus síntomas. Sujeto, cuyo surgimiento ya dije que evanescente, sólo puede reiterarse como reinvención que lo singularice y como resto de una operación que atraviesa su cuerpo.
            Cuerpo que solo puede sostenerse y tenerse como propio por el asentimiento del Otro que nunca está asegurado ni es garantía de felicidad aunque inicialmente le de fundamento a su posible contingencia. Y es que el Otro no solamente asiente, cuando lo hace, también goza del sujeto, expropiando así lo propio del cuerpo del sujeto que queda como objeto que vela la falta en y del Otro. Raíz de la explotación que el capitalismo exacerba hasta el paroxismo.
            Que el cuerpo sólo se sostenga, se tenga y también se pierda a partir del asentimiento del Otro, tal la clave que extraemos de la obra de Jaques Lacan, con la que trataremos de correr la pesada lápida que desde la Revolución Francesa en lo político y la Revolución Industrial en lo económico se instaló sobre el sujeto.
 Cambio de régimen por el triunfo del discurso capitalista que hace del cuerpo propiedad privada, esto es, mercancía ofrecida al mercado, generando la tumba vacía en la que el supuesto moderno da por muerto al complejo paterno con el que Freud articuló fecundamente la autoridad al mito del padre muerto para arribar a la estructura hendida del sujeto, parasitado por el Super-yo.
            La tópica de lo imaginario y la prematuración específica del nacimiento humano quizás nos permitan, a partir de Lacan, una mayor diferenciación entre el Super-yo y el Ideal del Yo. En una época en donde la velocidad de circulación que impone el mercado hace del cuerpo la escena sobre la que se juega la batalla del mundo, pensar esa diferencia supone un desafío a innovar.
            Tratándose de unas Jornadas sobre la ética, en cuyo marco se inscribe la pregunta sobre la autoridad, partiremos de aquello que a partir de la experiencia del psicoanálisis le permite a Freud, y retoma y subraya Lacan, contraponerse a toda experiencia anterior de la ética.
            La autoridad que dicha experiencia psicoanalítica le confiere a la palabra, repetida en cada psicoanálisis cuando este verdaderamente produce un psicoanalista, va a contrapelo de toda reflexión previa sobre la ética, empezando por Aristóteles hasta llegar a Alexandre Kojeve de cuya reducción fenomenológica en cuatro tipos puros o simples de Autoridad nos serviremos más adelante.
            Esta contraposición se aclara por la sencilla razón de que su experiencia no se orienta por la búsqueda de un bien ni propone mandamientos que al obedecerse pretendan forjar con el habito el carácter.
            El Ethos de la ética, palabra griega donde un acento diferencia en la misma palabra dos significados; el primero es el simple hábito, como chuparse el dedo, que no forja carácter, el segundo es el hábito guiado por la recta razón formadora de la moral siendo el carácter una suerte de constante de la recta razón que pretende ser la medida del hombre y que no puede sino apoyarse en la palabra de la Autoridad.
            Aunque no pueda ni deba evitar en su seno la reproducción de los Ideales del Yo que surgen de su experiencia, no es la búsqueda del bien lo que orienta la acción del psicoanalista sino la respuesta que pueda inventar a la presencia del trauma y su persistencia. Esta es su ética.
            Dicho en términos imaginarios, no promete la felicidad del bien sino que ofrece una respuesta posible y no permanente al mal que habita y constituye el cuerpo.
            La ética que surge de la experiencia psicoanalítica no procura acercarnos a la realización de lo Ideal, por el contrario señala, o sea, hace señas y eso enseña que nada es realizable en ese plano desatendiendo lo real. Y lo real no es alcanzable.
            Lacan, en su seminario de la ética, retoma el camino abierto por Freud en su conocido texto “El malestar en la cultura”. Dice Lacan: “Lo que yo querría leer en ‘El malestar en la cultura’, es que para esa felicidad, nos dice Freud, absolutamente nada esta preparado en el macrocosmos ni el microcosmos. Este es el punto totalmente nuevo.” (Seminario 7, página 23, 18/11/59, Paidós)
            Debemos preguntarnos por qué nada está preparado para nuestra felicidad. Ampliemos entonces la cita, recurriendo ahora a Freud en el mismo punto aludido por Lacan. Freud dice que si el fin y el propósito de los hombres es la obtención de la felicidad eso muestra que: “es simplemente, como bien se nota, el programa del principio del placer el que fija su fin a la vida. Este principio gobierno la operación del aparato anímico desde el comienzo mismo; sobre su carácter acorde a fines no caben dudas, no obstante lo cual su programa entra en querella con el mundo entero, con el macrocosmos tanto como con el microcosmos. Es absolutamente irrealizable, las disposiciones del Todo –sin excepción- lo contrarían; se diría que el propósito de que el hombre sea ‘dichoso’ no está contenido en el plan de la ‘Creación’. Lo que en sentido estricto se llama ‘felicidad’ corresponde a la satisfacción más bien repentina de necesidades retenidas, con alto grado de estasis y por su propia naturaleza sólo es posible como un fenómeno episódico. Si una situación anhelada por el principio del placer perdura, en ningún caso se obtiene más que un sentimiento de ligero bienestar; estamos organizados de tal modo que sólo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado. Ya nuestra constitución, pues, limita nuestras posibilidades de dicha. Mucho menos difícil es que lleguemos a experimentar desdicha. Desde tres lados amenaza el sufrimiento; desde el cuerpo propio, que destinado a la ruina y la disolución, no puede prescindir del dolor y la angustia como señales de alarma; desde el mundo exterior, que puede abatir sus furias sobre nosotros con fuerzas hiperpotentes, despiadadas, destructoras; por fin, desde los vínculos con otros seres humanos. Al padecer que viene de esta fuente lo sentimos tal vez más doloroso que a cualquier otro; nos inclinamos a verlo como un suplemento en cierto modo superfluo, aunque acaso no sea menos inevitable ni obra de un destino menos fatal que el padecer de otro origen.” (Sigmund Freud, El malestar en la cultura, T. XXI, página 76/77, 1929/1930)
            Si acordamos con Freud no es por la autoridad que detenta su nombre como “Padre” del psicoanálisis sino por la autoridad que estas palabras siguen teniendo en relación a nuestra práctica. Ante esto, cada psicoanalista inventa un procedimiento aún cuando no sepa que lo hace y su eficacia creativa, su posible modificación o su reemplazo dependen de cuan advertido alcance a estar de la presencia constante y silenciosa, en el interior de su práctica, de la palabra de la Autoridad, que en sus distintas formas, representan al Super-yo, tanto el individual como el que Freud llamó el Super-yo de la cultura. Advertir esta presencia y ubicar la máxima diferencia y distancia entre el Ideal del Yo y el objeto que causa el deseo es la función que Lacan llamó deseo del analista. Reinventar el dispositivo, hacer del objeto apariencia interpretable y operar su corte, son procedimientos que al devolver a la palabra su autoridad inscriben la dimensión de la falta en la palabra de la Autoridad, revelando una función distinta y siempre actual: la función de la causa.
            Freud decía, también en El malestar en la cultura (página 136 y siguientes) que el trabajo de Eros de unificar a los hombres hacía de la comunidad humana un cuerpo sobre el que era lícito aseverar, que al igual que el individuo, en un escenario más vasto, se plasmaba un Super-yo, “bajo cuyo influjo se consuma el desarrollo de la cultura”.
            Citemos: “el Super-yo de una época cultural tiene un origen semejante al de un individuo, reposa en la impresión que han dejado tras sí grandes personalidades conductoras, hombres de fuerza espiritual avasalladora, o tales que en ellos una de las aspiraciones humanas se ha plasmado de la manera más intensa y pura, y por eso también a menudo más unilateral”.
            Pocas líneas más adelante Freud dirá que “El Super-yo de la cultura ha plasmado sus ideales y plantea sus reclamos”. Si leemos bien se puede interpretar que plasmado quiere decir que se han institucionalizado sus “reclamos” que ahora se escuchan como exigencias y mandamientos. Freud concluye que “entre estos (reclamos), los que atañen a los vínculos recíprocos entre los seres humanos se resumen bajo el nombre de ética. En todos los tiempos se atribuyó el máximo valor a esta ética, como si esperáramos justamente de ella unos logros de particular importancia. Y en efecto, la ética se dirige a aquel punto que fácilmente se reconoce como la desolladura de toda cultura. La ética ha de concebirse como un ensayo terapéutico, como un empeño de alcanzar por mandamientos del Super-yo lo que hasta ese momento el restante trabajo cultural no había conseguido”.
            Si el Super-yo cultural es lo que se ha plasmado, lo que se ha institucionalizado, de aquello que, como la felicidad, es intenso, contrastante, episódico, o sea la acción fulgurante de aquellos llamados grandes hombres, que por lo mismo subsumen y representan la función del Ideal del Yo, el Super-yo cultural, al igual que el individual, representa la inevitable cicatriz con que el “ensayo terapéutico” de la ética procura suturar la distancia insalvable entre el objeto, siempre perdido, y el Ideal del Yo, cuya grandeza consiste en hacer que parezca realizada o realizable la meta de dominar el objeto. Ya se presente esto como gobernar la naturaleza y doblegarla por medio de la ciencia volviendo accesible cualquier objeto para nuestra felicidad; ya se presente esto como pudiendo dominar y regular la insistente agresividad del hombre contra el hombre. Con más astucia y éxito la religión promete esos logros para el otro mundo. Quien quiera esperar que espere.
            Decimos entonces que en la palabra de la Autoridad encontramos el predominio del Super-yo y que en la autoridad de la palabra, aunque esta desemboque inevitablemente en el Ideal del Yo que va a reenviar al Super-yo, en la autoridad de la palabra hay un momento, aunque fugaz, fecundo. Momento en el que ubicado el objeto que causa el deseo que es motor de la acción humana, el Ideal y el Otro se reconocen regulados por una ley que no esta hecha por los hombres, por el contrario, es la ley que nos hace hombres.
            En vez del Padre, figura de la autoridad, ubicamos el Nombre-del –padre en el lugar de la ley. Nombre-del-padre que surge  del padre muerto según la ley de la palabra, atravesando el mito del asesinato del padre primordial, sin por eso hacer caducar la función mítica.
            Nos diferenciamos así de cualquier filosofía, aún la de Kojeve, tan próximo a Lacan. Se sabe, Kojeve, operando por vía de la reducción fenomenológica aísla cuatro tipos puros o simples de Autoridad para construir una idea o noción. La del Amo (Hegel), la del Padre (Escolásticos), la del Jefe (Aristóteles) y la del Juez (Platón). La idea de Dios, dice Kojeve, reúne todos los tipos de Autoridad y sus infinitas variantes. Se ve la actualidad que esto tiene si se considera que la idea o noción de Autoridad supone siempre una referencia a la palabra que se considera verdadera, válida y vigente. Y es también siempre una sutura necesaria e inevitable con respecto a su fuente de origen que es la palabra misma que adquiere autoridad cuando se vuelve verdadera como respuesta frente al silencio del goce del Otro, palabra que representa al sujeto producido en ese acto y que ahora encarna esa autoridad sin que él sepa de donde le vino esa palabra. Lo que remite al Autor como portador de una palabra establecida como verdadera. El Dios, el Amo soberano por conquista, el Jefe por sabiduría, el Juez que encarna el ideal de Justicia y el Padre como maestro cuya palabra hace subordinar la razón a la fe. Magíster dixit, es así porque lo dice el padre. Pero la crítica que le podemos hacer al filósofo no opaca la descripción que se ajusta al funcionamiento del mundo. Lo que el filósofo describe son encarnaciones de las distintas configuraciones del Otro que en una relación de extimidad parasitaria sostiene y se sostiene de la ligazón del cuerpo del sujeto y el cuerpo social. Sin este parasitismo del Otro del cuerpo individual y social lo que reaparece es la agresividad predatoria, la pulsión de destructividad frente a la cual sólo el delicado equilibrio entre el Ideal del Yo y el Super-yo, entre la autoridad de la palabra y la palabra de la Autoridad, produce la imbricación imprescindible entre pulsión de vida y pulsión de muerte, labor de domeñamiento pulsional inagotable y fecunda.
            Tomamos partido así contra algunas lecturas que ejercen autoridad en la enseñanza del psicoanálisis lacaniano. Aquí y allá se hace del Otro un puro concepto no encarnado. Decimos por el contrario que el Otro sólo existe “en carne propia” y lo mismo le sucede al semejante sólo que es el suyo, su Otro. No obstante lo cual reconocemos en él algunos rasgos, significantes que también componen el nuestro. De ahí que para cualquiera el Otro se presentifique en la figura del sargento, del médico, del vecino, de la mujer, y también para el analizante en la presencia del psicoanalista, quien adquiere así una autoridad que surge de esta transferencia. Imaginarización de la autoridad de la palabra que el psicoanalista deberá soportar a la espera del cuarto de giro en el discurso que le permita ubicar al objeto causa del deseo como agente del discurso.
            Lo que Rosine Lefort llamó románticamente El nacimiento del Otro en el dramático caso de Nadia (13 meses), magníficamente analizado por ella, es, por el contrario, estrictamente un anidamiento que invierte el nacimiento humano en tanto este es un corte imperfecto con el parasitismo biológico del embarazo. Anidamiento y gestación del Otro en el neonato, en el infans, en una prolongada crianza que es un segundo embarazo. Dándole al genitivo su valor objetivo y subjetivo diremos que el parasitismo del Otro ya no es biológico. Lo biológico resta como un real anudado por el parasitismo simbólico-imaginario que también depende de las respuestas del sujeto para renovar el frágil equilibrio frente a la destructividad, no sólo de la naturaleza sino también y sobre todo la que proviene de la pulsión de destructividad humana. Base de lo que Freud, también en El malestar en la cultura, nombró como hostilidad a la cultura. La pulsión de muerte freudiana sólo se expresa como tal en el interior del sujeto. Dirigida al exterior, hacia el mundo, Freud la nombra pulsión de destructividad. Es la que se expresa en la hostilidad a la cultura y hay estructuras como la capitalista que la potencian.
            Lo podemos observar en el mercado financiero así como también en el mercado de la información de los medios de comunicación. Es notable la ausencia creciente de límites éticos a la ley del todo ganancia y la creciente destrucción de formas y relatos culturales, ilustrando y dando razón a la tesis Vª de La agresividad en psicoanálisis de Jaques Lacan donde señala que la des-saturación de las valencias del Super-yo y del Ideal del Yo liberan el “gran moscardón alado de la tiranía narcisista” con el consiguiente predominio yoico y su funesto odio desatado.
            Desde esta atalaya queremos volver a nuestros días, aquí, en la Argentina, para no desentendernos ni desviar la mirada cuando se esta realizando de la manera más imprudente y feroz el ataque a la autoridad en la figura del juez. No es solamente un ataque a la persona llamada Eugenio Zaffaroni. Es un ataque a la autoridad de la palabra para socavar su palabra como Autoridad.
            Aclaremos que para nosotros no se confunde la autoridad presidencial con la autoridad del funcionario presidencial de turno, ni la autoridad de la justicia con la del funcionario juez. Pero estas autoridades sólo se realizan encarnadas, generándose así una responsabilidad que se extiende más allá del funcionario hasta llegar a nosotros que quedamos incluidos en un escenario similar al de los dos cuerpos del rey que investigó Kantorowicz. Es el orden de la representación posible, necesario para el funcionamiento social lo que está en juego. No se trata de simpatías o antipatías, seguramente exacerbadas por el cálculo del beneficio propio de algunos. Se trata del trabajo civilizatorio. Freud lo llamaba la voz de la razón cuando esta deja de ser una concepción del mundo que pretende imponerse contra el Otro.
            Es con el Otro que esa voz, al decir de Freud, logra hacerse escuchar. En 1927, en su texto El porvenir de una ilusión Freud concluye: “no importa cuán a menudo insistamos y con derecho, en que el intelecto humano es impotente en comparación con la vida pulsional. Hay algo notable en esa endeblez; la voz del intelecto es leve, más no descansa hasta ser escuchada. Y al final lo consigue, tras incontables, repetidos rechazos. Este es uno de los pocos puntos en que es lícito ser optimista respecto del futuro de la humanidad, pero en sí no vale poco”. (Sigmund Freud, Amorrortu, T. XXI, página 52)  
            Reconocemos en esa voz leve la enunciación del sujeto que ahora, además de fugaz, se muestra insistente. Como psicoanalistas nuestro trabajo es acompañarlo hasta el comienzo de esa acción que lo constituye y que en ese sentido es moral. Nuestro aporte a la labor colectiva es ofrecer nuestro principal precepto ético: que donde ello estaba, el sujeto tenga lugar.                                              



Luis María Bisserier 
agosto de 2011