lunes, 22 de agosto de 2011

LA AUTORIDAD DE LA PALABRA Y LA PALABRA DE LA AUTORIDAD.
El Cuerpo y el Parasitismo del Otro.


            Trataremos de mostrar, gracias a la coerción necesaria a la que cualquier ponencia debe someterse al aceptar tomar la palabra (por ejemplo, la coerción del tiempo) que la relación del psicoanalista con la Autoridad, en este caso la que le conferimos a estas Jornadas, reproduce al menos un aspecto de nuestra práctica cotidiana y es que se nos supone alguna autoridad sobre el objeto de nuestra conversación.
            Aquí como allá, el psicoanalista, para serlo, debe aceptar tan incómodo lugar para poder declinarlo en la medida que logre devolverle autoridad a la palabra. Con lo que justifico inicialmente la primera parte de lo que anuncia mi título. Me disculparán, si al paso, introduzco una disgresión necesaria. Necesaria dado que al no poder hacer silencio a la espera de la palabra, mi posición pasa a ser la del analizante, siendo la disgresión el equivalente imperfecto de la asociación libre. Y es que diga lo que diga, mi mensaje esta dirigido al Otro que me concierne, que ya no son estas Jornadas, sino a través de ellas, es al psicoanálisis como lugar cuya ley da sentido a mi existencia al que me dirijo. Quizás adviertan que parafraseo a Freud solo que si acentúo la palabra sentido y le devuelvo su autoridad, le quito el patetismo inevitable que la sordera repetitiva le dio a la famosa frase de Freud: “Mi vida sólo tiene sentido en relación al psicoanálisis.” Noten que se reproducen así las vicisitudes del surgimiento, puntual y evanescente, del sujeto. De donde lo que llamamos movimiento psicoanalítico no es más que el cuerpo que adquieren las acciones que estas vicisitudes producen. Cuerpo también traumatizado y demasiadas veces convertido en museo o mausoleo de sus síntomas. Sujeto, cuyo surgimiento ya dije que evanescente, sólo puede reiterarse como reinvención que lo singularice y como resto de una operación que atraviesa su cuerpo.
            Cuerpo que solo puede sostenerse y tenerse como propio por el asentimiento del Otro que nunca está asegurado ni es garantía de felicidad aunque inicialmente le de fundamento a su posible contingencia. Y es que el Otro no solamente asiente, cuando lo hace, también goza del sujeto, expropiando así lo propio del cuerpo del sujeto que queda como objeto que vela la falta en y del Otro. Raíz de la explotación que el capitalismo exacerba hasta el paroxismo.
            Que el cuerpo sólo se sostenga, se tenga y también se pierda a partir del asentimiento del Otro, tal la clave que extraemos de la obra de Jaques Lacan, con la que trataremos de correr la pesada lápida que desde la Revolución Francesa en lo político y la Revolución Industrial en lo económico se instaló sobre el sujeto.
 Cambio de régimen por el triunfo del discurso capitalista que hace del cuerpo propiedad privada, esto es, mercancía ofrecida al mercado, generando la tumba vacía en la que el supuesto moderno da por muerto al complejo paterno con el que Freud articuló fecundamente la autoridad al mito del padre muerto para arribar a la estructura hendida del sujeto, parasitado por el Super-yo.
            La tópica de lo imaginario y la prematuración específica del nacimiento humano quizás nos permitan, a partir de Lacan, una mayor diferenciación entre el Super-yo y el Ideal del Yo. En una época en donde la velocidad de circulación que impone el mercado hace del cuerpo la escena sobre la que se juega la batalla del mundo, pensar esa diferencia supone un desafío a innovar.
            Tratándose de unas Jornadas sobre la ética, en cuyo marco se inscribe la pregunta sobre la autoridad, partiremos de aquello que a partir de la experiencia del psicoanálisis le permite a Freud, y retoma y subraya Lacan, contraponerse a toda experiencia anterior de la ética.
            La autoridad que dicha experiencia psicoanalítica le confiere a la palabra, repetida en cada psicoanálisis cuando este verdaderamente produce un psicoanalista, va a contrapelo de toda reflexión previa sobre la ética, empezando por Aristóteles hasta llegar a Alexandre Kojeve de cuya reducción fenomenológica en cuatro tipos puros o simples de Autoridad nos serviremos más adelante.
            Esta contraposición se aclara por la sencilla razón de que su experiencia no se orienta por la búsqueda de un bien ni propone mandamientos que al obedecerse pretendan forjar con el habito el carácter.
            El Ethos de la ética, palabra griega donde un acento diferencia en la misma palabra dos significados; el primero es el simple hábito, como chuparse el dedo, que no forja carácter, el segundo es el hábito guiado por la recta razón formadora de la moral siendo el carácter una suerte de constante de la recta razón que pretende ser la medida del hombre y que no puede sino apoyarse en la palabra de la Autoridad.
            Aunque no pueda ni deba evitar en su seno la reproducción de los Ideales del Yo que surgen de su experiencia, no es la búsqueda del bien lo que orienta la acción del psicoanalista sino la respuesta que pueda inventar a la presencia del trauma y su persistencia. Esta es su ética.
            Dicho en términos imaginarios, no promete la felicidad del bien sino que ofrece una respuesta posible y no permanente al mal que habita y constituye el cuerpo.
            La ética que surge de la experiencia psicoanalítica no procura acercarnos a la realización de lo Ideal, por el contrario señala, o sea, hace señas y eso enseña que nada es realizable en ese plano desatendiendo lo real. Y lo real no es alcanzable.
            Lacan, en su seminario de la ética, retoma el camino abierto por Freud en su conocido texto “El malestar en la cultura”. Dice Lacan: “Lo que yo querría leer en ‘El malestar en la cultura’, es que para esa felicidad, nos dice Freud, absolutamente nada esta preparado en el macrocosmos ni el microcosmos. Este es el punto totalmente nuevo.” (Seminario 7, página 23, 18/11/59, Paidós)
            Debemos preguntarnos por qué nada está preparado para nuestra felicidad. Ampliemos entonces la cita, recurriendo ahora a Freud en el mismo punto aludido por Lacan. Freud dice que si el fin y el propósito de los hombres es la obtención de la felicidad eso muestra que: “es simplemente, como bien se nota, el programa del principio del placer el que fija su fin a la vida. Este principio gobierno la operación del aparato anímico desde el comienzo mismo; sobre su carácter acorde a fines no caben dudas, no obstante lo cual su programa entra en querella con el mundo entero, con el macrocosmos tanto como con el microcosmos. Es absolutamente irrealizable, las disposiciones del Todo –sin excepción- lo contrarían; se diría que el propósito de que el hombre sea ‘dichoso’ no está contenido en el plan de la ‘Creación’. Lo que en sentido estricto se llama ‘felicidad’ corresponde a la satisfacción más bien repentina de necesidades retenidas, con alto grado de estasis y por su propia naturaleza sólo es posible como un fenómeno episódico. Si una situación anhelada por el principio del placer perdura, en ningún caso se obtiene más que un sentimiento de ligero bienestar; estamos organizados de tal modo que sólo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado. Ya nuestra constitución, pues, limita nuestras posibilidades de dicha. Mucho menos difícil es que lleguemos a experimentar desdicha. Desde tres lados amenaza el sufrimiento; desde el cuerpo propio, que destinado a la ruina y la disolución, no puede prescindir del dolor y la angustia como señales de alarma; desde el mundo exterior, que puede abatir sus furias sobre nosotros con fuerzas hiperpotentes, despiadadas, destructoras; por fin, desde los vínculos con otros seres humanos. Al padecer que viene de esta fuente lo sentimos tal vez más doloroso que a cualquier otro; nos inclinamos a verlo como un suplemento en cierto modo superfluo, aunque acaso no sea menos inevitable ni obra de un destino menos fatal que el padecer de otro origen.” (Sigmund Freud, El malestar en la cultura, T. XXI, página 76/77, 1929/1930)
            Si acordamos con Freud no es por la autoridad que detenta su nombre como “Padre” del psicoanálisis sino por la autoridad que estas palabras siguen teniendo en relación a nuestra práctica. Ante esto, cada psicoanalista inventa un procedimiento aún cuando no sepa que lo hace y su eficacia creativa, su posible modificación o su reemplazo dependen de cuan advertido alcance a estar de la presencia constante y silenciosa, en el interior de su práctica, de la palabra de la Autoridad, que en sus distintas formas, representan al Super-yo, tanto el individual como el que Freud llamó el Super-yo de la cultura. Advertir esta presencia y ubicar la máxima diferencia y distancia entre el Ideal del Yo y el objeto que causa el deseo es la función que Lacan llamó deseo del analista. Reinventar el dispositivo, hacer del objeto apariencia interpretable y operar su corte, son procedimientos que al devolver a la palabra su autoridad inscriben la dimensión de la falta en la palabra de la Autoridad, revelando una función distinta y siempre actual: la función de la causa.
            Freud decía, también en El malestar en la cultura (página 136 y siguientes) que el trabajo de Eros de unificar a los hombres hacía de la comunidad humana un cuerpo sobre el que era lícito aseverar, que al igual que el individuo, en un escenario más vasto, se plasmaba un Super-yo, “bajo cuyo influjo se consuma el desarrollo de la cultura”.
            Citemos: “el Super-yo de una época cultural tiene un origen semejante al de un individuo, reposa en la impresión que han dejado tras sí grandes personalidades conductoras, hombres de fuerza espiritual avasalladora, o tales que en ellos una de las aspiraciones humanas se ha plasmado de la manera más intensa y pura, y por eso también a menudo más unilateral”.
            Pocas líneas más adelante Freud dirá que “El Super-yo de la cultura ha plasmado sus ideales y plantea sus reclamos”. Si leemos bien se puede interpretar que plasmado quiere decir que se han institucionalizado sus “reclamos” que ahora se escuchan como exigencias y mandamientos. Freud concluye que “entre estos (reclamos), los que atañen a los vínculos recíprocos entre los seres humanos se resumen bajo el nombre de ética. En todos los tiempos se atribuyó el máximo valor a esta ética, como si esperáramos justamente de ella unos logros de particular importancia. Y en efecto, la ética se dirige a aquel punto que fácilmente se reconoce como la desolladura de toda cultura. La ética ha de concebirse como un ensayo terapéutico, como un empeño de alcanzar por mandamientos del Super-yo lo que hasta ese momento el restante trabajo cultural no había conseguido”.
            Si el Super-yo cultural es lo que se ha plasmado, lo que se ha institucionalizado, de aquello que, como la felicidad, es intenso, contrastante, episódico, o sea la acción fulgurante de aquellos llamados grandes hombres, que por lo mismo subsumen y representan la función del Ideal del Yo, el Super-yo cultural, al igual que el individual, representa la inevitable cicatriz con que el “ensayo terapéutico” de la ética procura suturar la distancia insalvable entre el objeto, siempre perdido, y el Ideal del Yo, cuya grandeza consiste en hacer que parezca realizada o realizable la meta de dominar el objeto. Ya se presente esto como gobernar la naturaleza y doblegarla por medio de la ciencia volviendo accesible cualquier objeto para nuestra felicidad; ya se presente esto como pudiendo dominar y regular la insistente agresividad del hombre contra el hombre. Con más astucia y éxito la religión promete esos logros para el otro mundo. Quien quiera esperar que espere.
            Decimos entonces que en la palabra de la Autoridad encontramos el predominio del Super-yo y que en la autoridad de la palabra, aunque esta desemboque inevitablemente en el Ideal del Yo que va a reenviar al Super-yo, en la autoridad de la palabra hay un momento, aunque fugaz, fecundo. Momento en el que ubicado el objeto que causa el deseo que es motor de la acción humana, el Ideal y el Otro se reconocen regulados por una ley que no esta hecha por los hombres, por el contrario, es la ley que nos hace hombres.
            En vez del Padre, figura de la autoridad, ubicamos el Nombre-del –padre en el lugar de la ley. Nombre-del-padre que surge  del padre muerto según la ley de la palabra, atravesando el mito del asesinato del padre primordial, sin por eso hacer caducar la función mítica.
            Nos diferenciamos así de cualquier filosofía, aún la de Kojeve, tan próximo a Lacan. Se sabe, Kojeve, operando por vía de la reducción fenomenológica aísla cuatro tipos puros o simples de Autoridad para construir una idea o noción. La del Amo (Hegel), la del Padre (Escolásticos), la del Jefe (Aristóteles) y la del Juez (Platón). La idea de Dios, dice Kojeve, reúne todos los tipos de Autoridad y sus infinitas variantes. Se ve la actualidad que esto tiene si se considera que la idea o noción de Autoridad supone siempre una referencia a la palabra que se considera verdadera, válida y vigente. Y es también siempre una sutura necesaria e inevitable con respecto a su fuente de origen que es la palabra misma que adquiere autoridad cuando se vuelve verdadera como respuesta frente al silencio del goce del Otro, palabra que representa al sujeto producido en ese acto y que ahora encarna esa autoridad sin que él sepa de donde le vino esa palabra. Lo que remite al Autor como portador de una palabra establecida como verdadera. El Dios, el Amo soberano por conquista, el Jefe por sabiduría, el Juez que encarna el ideal de Justicia y el Padre como maestro cuya palabra hace subordinar la razón a la fe. Magíster dixit, es así porque lo dice el padre. Pero la crítica que le podemos hacer al filósofo no opaca la descripción que se ajusta al funcionamiento del mundo. Lo que el filósofo describe son encarnaciones de las distintas configuraciones del Otro que en una relación de extimidad parasitaria sostiene y se sostiene de la ligazón del cuerpo del sujeto y el cuerpo social. Sin este parasitismo del Otro del cuerpo individual y social lo que reaparece es la agresividad predatoria, la pulsión de destructividad frente a la cual sólo el delicado equilibrio entre el Ideal del Yo y el Super-yo, entre la autoridad de la palabra y la palabra de la Autoridad, produce la imbricación imprescindible entre pulsión de vida y pulsión de muerte, labor de domeñamiento pulsional inagotable y fecunda.
            Tomamos partido así contra algunas lecturas que ejercen autoridad en la enseñanza del psicoanálisis lacaniano. Aquí y allá se hace del Otro un puro concepto no encarnado. Decimos por el contrario que el Otro sólo existe “en carne propia” y lo mismo le sucede al semejante sólo que es el suyo, su Otro. No obstante lo cual reconocemos en él algunos rasgos, significantes que también componen el nuestro. De ahí que para cualquiera el Otro se presentifique en la figura del sargento, del médico, del vecino, de la mujer, y también para el analizante en la presencia del psicoanalista, quien adquiere así una autoridad que surge de esta transferencia. Imaginarización de la autoridad de la palabra que el psicoanalista deberá soportar a la espera del cuarto de giro en el discurso que le permita ubicar al objeto causa del deseo como agente del discurso.
            Lo que Rosine Lefort llamó románticamente El nacimiento del Otro en el dramático caso de Nadia (13 meses), magníficamente analizado por ella, es, por el contrario, estrictamente un anidamiento que invierte el nacimiento humano en tanto este es un corte imperfecto con el parasitismo biológico del embarazo. Anidamiento y gestación del Otro en el neonato, en el infans, en una prolongada crianza que es un segundo embarazo. Dándole al genitivo su valor objetivo y subjetivo diremos que el parasitismo del Otro ya no es biológico. Lo biológico resta como un real anudado por el parasitismo simbólico-imaginario que también depende de las respuestas del sujeto para renovar el frágil equilibrio frente a la destructividad, no sólo de la naturaleza sino también y sobre todo la que proviene de la pulsión de destructividad humana. Base de lo que Freud, también en El malestar en la cultura, nombró como hostilidad a la cultura. La pulsión de muerte freudiana sólo se expresa como tal en el interior del sujeto. Dirigida al exterior, hacia el mundo, Freud la nombra pulsión de destructividad. Es la que se expresa en la hostilidad a la cultura y hay estructuras como la capitalista que la potencian.
            Lo podemos observar en el mercado financiero así como también en el mercado de la información de los medios de comunicación. Es notable la ausencia creciente de límites éticos a la ley del todo ganancia y la creciente destrucción de formas y relatos culturales, ilustrando y dando razón a la tesis Vª de La agresividad en psicoanálisis de Jaques Lacan donde señala que la des-saturación de las valencias del Super-yo y del Ideal del Yo liberan el “gran moscardón alado de la tiranía narcisista” con el consiguiente predominio yoico y su funesto odio desatado.
            Desde esta atalaya queremos volver a nuestros días, aquí, en la Argentina, para no desentendernos ni desviar la mirada cuando se esta realizando de la manera más imprudente y feroz el ataque a la autoridad en la figura del juez. No es solamente un ataque a la persona llamada Eugenio Zaffaroni. Es un ataque a la autoridad de la palabra para socavar su palabra como Autoridad.
            Aclaremos que para nosotros no se confunde la autoridad presidencial con la autoridad del funcionario presidencial de turno, ni la autoridad de la justicia con la del funcionario juez. Pero estas autoridades sólo se realizan encarnadas, generándose así una responsabilidad que se extiende más allá del funcionario hasta llegar a nosotros que quedamos incluidos en un escenario similar al de los dos cuerpos del rey que investigó Kantorowicz. Es el orden de la representación posible, necesario para el funcionamiento social lo que está en juego. No se trata de simpatías o antipatías, seguramente exacerbadas por el cálculo del beneficio propio de algunos. Se trata del trabajo civilizatorio. Freud lo llamaba la voz de la razón cuando esta deja de ser una concepción del mundo que pretende imponerse contra el Otro.
            Es con el Otro que esa voz, al decir de Freud, logra hacerse escuchar. En 1927, en su texto El porvenir de una ilusión Freud concluye: “no importa cuán a menudo insistamos y con derecho, en que el intelecto humano es impotente en comparación con la vida pulsional. Hay algo notable en esa endeblez; la voz del intelecto es leve, más no descansa hasta ser escuchada. Y al final lo consigue, tras incontables, repetidos rechazos. Este es uno de los pocos puntos en que es lícito ser optimista respecto del futuro de la humanidad, pero en sí no vale poco”. (Sigmund Freud, Amorrortu, T. XXI, página 52)  
            Reconocemos en esa voz leve la enunciación del sujeto que ahora, además de fugaz, se muestra insistente. Como psicoanalistas nuestro trabajo es acompañarlo hasta el comienzo de esa acción que lo constituye y que en ese sentido es moral. Nuestro aporte a la labor colectiva es ofrecer nuestro principal precepto ético: que donde ello estaba, el sujeto tenga lugar.                                              



Luis María Bisserier 
agosto de 2011    

jueves, 23 de diciembre de 2010

DUELO Y POLITICA

Morir, para el que muere es un acontecimiento inaprensible[1]. No es así para los que quedamos vivos y enfrentados a esa muerte, pues si bien no podemos experimentar ni asir el morir, no podemos dejar de inscribir esa muerte como muerte  siempre de otro. Nos resta el muerto, nos queda el resto. Sus restos mortales son ese cuerpo ahora cadáver, que se vuelve presencia de la ausencia y se revela como  agujero en nuestra existencia. Es ese vacío que ahueca nuestra voz, que opaca nuestra mirada.
Vacío opuesto y no menos fundamental y fundante que aquel que nos ofrece el cuerpo insuficiente y prematuro del neonato ya que todo humano nace marcado por una prematuración específica por la cual sin nuestro alimento, sin el ritmo de nuestro cuerpo, de nuestra voz, sin el espacio que le ofrece nuestra mirada no sobrevive biológicamente hablando. Y aún hace falta más. Al recién nacido, al darle esto, le pedimos. Durante mucho tiempo le pedimos que crezca sano, que sea nuestro orgullo, que realice nuestros deseos y estos incluyen los que no sabemos y los que desconocemos, los informulables y los inconfesables.
Con el muerto no dejamos de dar, aunque ya no es posible decir darle. Ofrecemos ritos, homenajes fúnebres, embellecemos su imagen o la injuriamos y de esa forma lo des-pedimos[2]. Esa muerte que deja sin amarre nuestra demanda y sin sostén nuestro deseo es entonces causa del desvelo (en ambos sentidos del término) que nos exige ese trabajo que llamamos duelo.
En ambos casos, lo que pedimos y des-pedimos concierne al carozo, a aquello que causando nuestros deseos se umbilica a la vida, revelando ser vehículo de creación  o de destrucción de lo que llamamos civilización. En ambos casos está en juego la creación y recreación del Otro, o sea del mundo simbólico sin el cual no hay vida humana.
Morir entonces, de todas las cosas que afectan la vida de un hombre, es el único acontecimiento que él no puede atesorar como experiencia, que no le enseña nada ni puede transmitir como saber quedando entonces eso como tarea posible o imposible para los que lo sobreviven. Es la tarea del duelo que se puede aceptar o rechazar; aunque el que elija esta última opción no por eso dejará de ser un deudo más.
Morir entonces, se puede suponer, radicaliza hasta su disolución lo que llamamos intimidad. Corte completo que transforma al sujeto en puro ser.
En el ser que se va, sea querido, odiado o indiferente, definitivamente perdido, se revela el objeto que fue, que pudo haber sido, que podría serlo o que será la sombra del objeto del deseo de cada quién. Es nuestro ser el que se va con el objeto si acordamos con Lacan que el  ser es la intención de significación, y de qué sino de ese objeto que se constituye por el acto de hablar y que está más allá de los objetos de intercambio y negociación, que se vuelve precioso, único e invalorable como causa de deseo. No se compra ni se sustituye, se produce en el salto que bordea el vacío que nos habita.
Es por eso que esa separación definitiva es también la máxima articulación con los otros. Esos otros que con nos-otros  quedamos profundamente ligados a ese vacío, al agujero real que se revela en nuestro ser y aspirándonos nos convoca al duelo que es entonces raíz del lazo social humano que trasciende y articula la necesidad animal al complejo e inevitablemente conflictivo campo del deseo y de los sueños.
Su aceptación o su rechazo afectan a la comunidad toda y a la razón  (logos) que la gobierna y por esto siempre es político y por lo mismo, desde su origen, la política estuvo ligada a la religión, al culto y a los rituales.
Entre la autoridad de la palabra que es la que se renueva y está en juego en la dimensión del duelo y la palabra de la autoridad hay una diferencia crucial que en la vida y en especial en lo que llamamos política siempre está en riesgo de perderse, de confundirse, de indiferenciarse. Y muchas veces, sólo el silencio nos  preserva de la vocinglería que tal indiferenciación produce. Pero, si entre el aturdimiento que el dolor ocasiona y el estupor ante la estupidez canalla, la dignidad alcanza a producir un dique que nos ofrezca reparo, entonces la opción ya no es el silencio y se nos ofrece la dimensión de la palabra que concurre a realizar el duelo, a bordear el agujero, no para suturarlo, sí para que emerja algo nuevo, que no reemplaza lo perdido, más bien se apoya en él y lo preserva como falta, para inventar la vida que llamamos humana. Creación  ex nihilo, que sostiene la imagen y la transforma ahí donde la imagen, lo imaginario, no nos deja ser animal ni dejar de serlo y en esa bisagra con lo animal se sostiene la entrada a otra escena y se conserva  la fuente de sueños y deseos singulares.
Singularidad que sólo puede realizarse en su relación con el Otro, con lo Otro que también vive o desfallece de acuerdo al resultado. Lo que llamamos el Otro vive con lo nuevo que lo renueva y eso es nuestra invención, y desfallece en el estereotipo que lo esclerosa, que también es nuestro estigma : lejos ya de la marca en el cuerpo que en los santos extáticos hablaba de la participación de sus almas en la pasión de Cristo, lejos ya de la marca impuesta con hierro candente señalando infamia o esclavitud pongamos como ejemplo de nuestros estigmas hoy en día, las marcas que portamos, sabiendo y sin saber, de la captura mediática en la propaganda llamada política, tanto la oficialista como la opositora cuando reiteran la momificación que reniega la muerte y vuelve a excluir el trabajo de duelo que requiere tiempo e invención que permita inscribir la pérdida en la estructura de la vida, por lo que dicho trabajo se opone a la lógica de la pura ganancia. En esto y en tantas otras cosas no se diferencian de la lógica del mercado capitalista. Lejos estamos del comercio vital de las ferias.
Es la política en su vertiente parasitaria, es el parasitismo del Otro, como genitivo objetivo y subjetivo, como empuje al triunfo de Tanatos como retorno de la muerte que no pudo ser elaborada. Tanatos no es la muerte, es el nombre que Freud utiliza cuando pone en escenarios más vastos, como en El Malestar en la Cultura, aquello que inventa como pulsión de muerte en lucha interminable en cada uno de nosotros con la pulsión llamada de vida. Desde entonces, Eros y Tanatos están en cada uno de nosotros y como la muerte, la única que conocemos, la única que podemos elaborar es siempre la muerte de otro, es en el campo del trabajo de duelo donde la batalla incierta entre ambos contendientes vuelve a poner en juego el malestar en la civilización. El mismo malestar que Lacan define como malestar por el deseo y en el deseo.
La autoridad de la palabra es la que el sujeto realiza cuando la palabra, autorizada por el sujeto en su relación al Otro y a los otros, logra transformar la pérdida real en pérdida simbólica. Transfiere, duplica y transforma lo real de la pérdida en falta simbólica que renueva el llamado código sin el cual no hay legitimidad del lugar de la ley para cada uno, o sea, para todos.
El ser que ha muerto se nos revela en el duelo como habiendo sido el objeto libidinal (Freud) o fantasmatico (Lacan) que orientaba y sostenía el deseo. Engalanado por los elogios fúnebres, es el objeto imaginarizado el que ahora debe poder perderse una segunda vez. El duelo es el trabajo del conjunto significante que no se hace sólo sino con otros y que permite perder una segunda vez ahora como pérdida inscripta en lo simbólico lo que se ha perdido en lo real. Pero este trabajo requiere y produce la escena del mundo en la que se sostiene el corte en el que el sujeto renueva la vida en la singularidad de sus deseos. Por lo mismo, en cada duelo repercute lo que se representa  en la escena del mundo, es decir cuando en la escena del mundo la muerte ha asolado a una generación, por la peste, por la guerra, por el terrorismo de Estado; cuando por la magnitud de lo sucedido o por la intensidad con la que alguien, más allá de sus intenciones, su jerarquía o sus capacidades, le haya tocado representar el Ideal del Yo y no haya defeccionado manifiestamente, en la escena del mundo, o sea en la política, vuelven a ponerse en juego las condiciones de posibilidad del duelo mismo.
En el duelo así realizado, esta segunda muerte, esta segunda pérdida se vuelve fecunda como creación de  algo nuevo. Esa invención es la vida, ese es el trabajo de seguir viviendo. Es ese imperativo que tanto tiempo estuvo impedido en la Argentina por el inaudito trabajo fanático de la religión maniático-capitalista  que en su delirio expresado en el “viva la muerte” se empeña en la desaparición del cuerpo para darle vida a la muerte. Hoy, ayer nomás, se expresa en la obscenidad de una “señora” de los medios de comunicación +iva, que en la mesa virtual en la que pretende sentar a la “gente” supone vacío el ataúd de Néstor Kirchner, dicho esto a los pocos días de la muerte del ex-presidente .Se equivocan quienes la suponen frívola, ignorante o tilinga. Más bien representa, en su malicia, la voluntad del amo expresada en su más refinada intriga. No quiere que haya entierro y duelo, quiere que sea un desaparecido más. Y esto porque, con la lucidez del canalla, entendió el valor político de este duelo, si es que logra realizarse como tal.
Algunos han sentido la muerte de Néstor Kirchner como la muerte de un padre, otros de un compañero y amigo y tantos otros como la de un enemigo sin saber que así lo ubicaban como padre. El se nombró como hijo de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Y el gesto simbólico de ellas, cubriendo con sus pañuelos el féretro crea el prerrequisito faltante para ese otro duelo, inmenso sin dudas, que atraviesa la historia  argentina. Por primera vez, Madres y Abuelas de Plaza de Mayo enterraban a un hijo.
No es un dato menor que lo hicieran en el salón de los Patriotas, sin que esto signifique, al menos de nuestra parte, adherir al valor social que suele otorgársele  al término patriota. Demasiado restrictivo  para nuestro gusto, no suele incluir en ese Yo-ideal a tantos exiliados de adentro y de afuera, a tantos inmigrantes, cuyas corrientes, muchas veces forzadas, otras voluntarias pero siempre turbulentas en violenta alternancia de explotar y ser explotados, de colonizar y ser colonizados, de exterminar y ser exterminados han marcado la fundación y la historia de la Argentina  al punto de ser considerado “país de inmigración” junto con Brasil, Australia, Canadá y EEUU. Para 1920, más de la mitad de la población de la ciudad de Buenos Aires eran extranjeros, y en todo el país alcanzaba el 30% según el censo de 1914 realizado por el Indec.
El racismo, o sea el miedo al otro convertido en extraño como defensa ante el retorno del propio mensaje, esto es, lo que hemos segregado: “no soy ese”, “no soy eso”, esa forma de convertir en intruso al que representa lo más propio, lo más íntimo y desconocido del propio colonialismo, tal es el retorno del racismo genocida.
Es una obviedad decir que en ese escenario más vasto (como le gustaba decir a Freud) se reencuentran las mismas instancias que constituyen al sujeto del que habla el psicoanálisis. No lo es, como ahora proponemos, decir que esa constitución también depende del duelo que también deben realizar aquellos que han matado, duelo por aquellos que han sido muertos, desposeídos y exterminados en el llamado proceso civilizatorio y en la construcción del estado nacional, real o simbólicamente, aunque ambas cosas sean diferentes y ahora subrayemos sobre todo el acontecimiento real del que está hecho el acontecer histórico que representa en el marco más vasto lo que se juega en cada escena llamada íntima. Es otra manera de entender el conocido neologismo de Lacan: la extimidad.
Es también obvio decir que no sólo la muerte convoca al trabajo de duelo y que cada migración lo supone, de forma tal que lo que llamamos identidad no puede ser ajena a las vicisitudes y a la magnitud y frecuencia con la que los obstáculos, externos e internos, para la realización del trabajo de duelo se han presentado en nuestra historia y han marcado, una y otra vez, las características de lo que llamamos política.
A menos de dos meses del comienzo del duelo por la muerte de Néstor Kirchner, duelo al que le suponemos la posibilidad de representar y posibilitar tantos otros, Formosa, Villa Soldati y Lugano son los nombres de la escena pública en la que ahora irrumpen esos otros “desaparecidos”, los extranjeros inmigrantes, sean de Bolivia o del Chaco. Sedimento oscuro y aluvional de las últimas décadas, en el que por supuesto coexisten nobles y canallas, pobres y ricos, desesperados y oportunistas ¿y que otra cosa eran los que componían las cohortes colonizadoras y posteriormente las grandes corrientes migratorias que poblaron la Argentina?
Es el origen el que retorna interpelando al otro, que es cualquiera de nosotros, para saber cual es su lugar en lo que llamamos el Otro, o sea el lugar del sujeto en relación a la ley. El lugar del origen en el Otro es siempre el lugar de la pérdida, dado que es siempre corte imperfecto. Parto que no permite partir pues sustituye el parasitismo del embarazo por el parasitismo del significante del Otro que inscribe el corte como pérdida.
Eso define el trabajo de duelo como la  invención que al no colmar la ausencia y convertirla en falta simbólica permite proyectos que no aspiren al todo-ganancia.
Aún precaria y contingente esa extraterritorialidad posible en relación al discurso capitalista, hace no sólo a la existencia del sujeto sino también a la posición del psicoanalista, que ya no puede desentenderse ni escolarizar los problemas y preguntas que surgen de lo que el psicoanálisis, quiero decir su práctica, nos enseña.
Todavía en época colonial y después de la guerra, Lacan toma en análisis a “tres personas del Alto Togo” y muchos años después, el 18 de febrero de 1970, en la posición que le permitía su seminario, en este caso el titulado “ L’anvers de la psychanalise”, en el anverso o reverso, haciendo teoría de su práctica, hace la siguiente observación: “era el inconsciente que les habían vendido junto con las leyes de la colonización, forma exótica, regresiva, del discurso del amo, frente al capitalismo que llaman  imperialismo. Su inconsciente no era el de sus recuerdos de infancia- esto era palpable-, sino que su infancia era vivida retroactivamente con nuestras categorías”, y poco más adelante: “Aquí, en esta encrucijada, enunciamos que lo que el psicoanálisis nos permite concebir es ni más ni menos esto, que está en la vía enunciada por el marxismo, a saber, que el discurso está vinculado con los intereses del sujeto. Es lo que Marx llama, en este caso, economía, porque en la sociedad capitalista esos intereses son enteramente mercantiles. Pero como la mercancía está vinculada con el significante-amo, denunciarlo de este modo no resuelve nada. Porque después de la revolución socialista la mercancía no deja de estar vinculada con este significante” Esto fue dicho nueve años después de aquel momento del seminario en el que el colonialismo francés producía en Argelia la insurgencia de los mismos militares  que transmitirían el manual de tortura a los militares argentinos, momento en el seminario  en el que Lacan dirá, tratando de ubicar su posición como analista: “aquí hay un tema que valdría la pena  que se considerara en la génesis histórica de lo que se llama el colonialismo- el de una emigración que no sólo invadió países colonizados, sino que también abrió países vírgenes. El recurso que se les dio a todos los hijos  perdidos de la cultura cristiana valdría la pena que fuera aislado como un recurso ético, que sería erróneo obviar en el momento en que se miden sus consecuencias”. Los hijos perdidos son los “sin herencia”, a los que se les dio licencia de emigrar  en pos de una restitución de la tierra de la que quedaban desarraigados. Pobres contra pobres es el caldo de cultivo del racismo que en el siglo XX  se transforma en el rostro, el fascio del nazismo. Fascio significa haz, haz de varas débiles que unidas significan fuerza, tal como lo dice el viejo vizcacha en el Martín Fierro, tan mentado por los racista locales.
Habrá que inventar entonces otro discurso en relación a los intereses del sujeto y en ese trabajo el psicoanalista no puede estar ausente, es su trabajo permanente, quizá imposible pero no por eso menos inevitable si no quiere ausentarse del psicoanálisis.

Buenos Aires, 23 de diciembre del 2010
Luis María Bisserier
politicas-psicoanalisis.blogspot.com


[1] RAE: “Que no se puede asir, imposible de comprender”
[2] Ver el sugerente artículo de Eduardo Grüner, “El lobo de los hombres, o el adiós (imposible) a la naturaleza”, en Conjetural 53.